domingo, 6 de octubre de 2013

Cómo se hunden (Prosopopeya de un presente incierto)

(Julián sale a escena. Aparenta una incierta edad que puede oscilar entre los 25 y los 30 años. Barba poblada y descuidada. Se sienta en proscenio y se lía un cigarro con el poco y último tabaco que le quedaba en el paquete. Al quedar éste vacío, lo arruga y arroja a algún espectador de la primera o segunda fila. Enciende el cigarro, da una calada y mira al público.)
Julián.- No crean que no he tenido la consideración de ofrecerles; no me quedaba más tabaco, pero ustedes sabrán disculparme. Además, creo que sólo yo tengo el privilegio de fumar aquí dentro, y sólo porque mi culo está sentado al borde de este escenario y los suyos no. Sus culos, expectantemente sentados en las butacas, tendrán que esperar al final del “espectáculo” (subraya esta palabra con deje irónico) hasta que yo termine de contarles mis mierdas y puedan salir a la calle a humearse los pulmones mientras despotrican sobre mi pésima actuación. (Ríe cínico) ¡Mi actuación! Los que vinieron a la función de ayer la consideraron bastante deficiente, ¿saben? Una mierda, vamos, porque no vamos a andarnos con eufemismos. Estoy hasta los santos cojones de eufemismos… Y miren que se lo advertí a los espectadores de ayer como se lo advierto a ustedes ahora: Yo no soy un personaje de ficción, sino un paradigma, un modelo, una muestra… Llámenlo como quieran. No nos confundamos. No quiero alargarme excesivamente con las presentaciones, pero es necesario que entiendan que no soy un personaje de ficción, pero tampoco una persona real. No soy más que el jodido retrato de sus amigos, de su hijo, de un sobrino, e incluso puede que de alguno de ustedes (salvando las diferencias, ya que ustedes han tenido la pasta suficiente para pagarse la entrada al teatro). (Apaga el cigarro y se pone en pie)
Yo soy una personificación del joven parado (saluda con una floritura). Buenas noches, les doy la bienvenida al Teatro… (dice el nombre del teatro en que se esté representando la pieza). Les ruego que apaguen sus teléfonos móviles y sus conciencias políticas, o bien pueden silenciarlas.
En realidad no les contaría cómo me estoy hundiendo en la mierda. A nadie le gusta hacerlo, y menos en público. Yo siempre he sido abanderado de los cobardes y por eso hubiese preferido manifestar mi situación por algún otro medio más cómodo: ¡Ah, el dulce anonimato de la prosa literaria…! Sin embargo aquí estoy, frente a ustedes. Aquí no podrán cerrar el libro, ni apagar la pantalla. Lo bueno del teatro es que escucharán todo lo que yo diga, en silencio y sin moverse de sus sitios, como el buen público occidental y educado que son. (Pausa. Comienza a caminar por proscenio)
En el instituto yo tenía un colega: el Juanjo; “Roskas” creo que le decían. El caso es que se lo dejó porque empezó a currar de peón y a ganar mucha pasta. Se compró un coche antes de tener el carnet. Claro, de esto hace… (Cuenta con los dedos) ¡Bah! Échenle diez años. «Julián, tío, déjate de mariconadas y vente a la obra, ostias, que ya tienes una edad y tienes que empezar a pensar en cosas serias y en ganar pasta». Pero yo con dieciséis años ocupaba mi mente con cosas más volátiles: Revoluciones, poesía, el amor… Al final acababa haciéndome las mismas pajas que todos los chavales de mi edad. El año que yo empecé Filosofía, el Roskas dio la entrada para un ático en el centro. Como es lógico, a raíz de eso comencé a preguntarme si me había equivocado. Cuando uno está a las 4 de la madrugada estudiando Metafísica o Filosofía de la Ciencia o Estética con el tercer café de la noche en la mano (Gestualiza el tener agarrado un vaso), daría parte del pensamiento occidental por cambiarlo por un ron-cola, con los colegas, en una discoteca, la cartera llena de billetes calentitos potencialmente dilapidables en más ron, o en maría, o... Bueno, qué les voy a decir. Entonces yo me planteaba esas cosas. A día de hoy no me arrepiento de haber estudiado una carrera, pero tampoco puedo decir, dada mi actual y precaria realidad, que mi “perentoria decisión” fuese la adecuada. Esto ahora lo pienso porque mi amigo el Roskas también está en el paro. Es más, está mucho más hundido en la mierda que yo: embargos, un chiquillo de cinco años… ¿Qué es entonces lo que debíamos haber hecho los jóvenes? ¿Para qué nos sirvió trabajar o estudiar? ¿Para que más de la mitad de nosotros sigamos dependiendo de nuestros padres, o yéndonos a la puta madre que nos trajo o muriéndonos de hambre? (Tras un momento de tenso silencio, Julián reirá de nuevo volviendo a su actitud cínica)
Me gustaría que viesen mi nevera. Recuérdenme que mañana la traiga como parte de la escenografía. Cuando la abro, lo único que encuentro dentro son las carcajadas sarcásticas de Kant, de Schopenhauer o de Hegel, porque ni ellos ni Platón me están dando de comer. Pasta con sal, arroz blanco… Prefiero gastarme el poco dinero que tengo en cerveza y tabaco. Se me van las noches en vela envuelto en humo, desidia y procrastinación: fumo, me masturbo, leo mierdas en internet... Me levanto al mediodía. A veces salgo a repartir curriculums, o a tirarlos al río, que para el caso es lo mismo. En el río al menos disfruto con verdadero goce masoquista viendo cómo se hunden ante mis propios ojos. (Pausa. Se rasca la barba.)
Aquí en el teatro tengo camerino (risa suave). En mi camerino hay un espejo, tal como se lo imaginan, todo rodeado de bombillas. Uno espera encontrar a Bette Davis en el reflejo, con un turbante en la cabeza. Pero lo que ha irrumpido en él, para mi estupefacción, ha sido una barba casi valleinclaniana, consecuencia de la desgana, del olvido, o de no tener un trabajo que me reclame el afeitármela. Esta barba es símbolo y materialización de los meses que llevo sin trabajar. O tal vez debería mover ágilmente mis deditos para enmarcar la palabra: (hace las comillas con los dedos) “trabajar”. Hacer socios para el más que cuestionable buen propósito de algunas ONG, fines de semana como extra en un salón de celebraciones, clases particulares a adolescentes odiosos hacia los cuales siento un oscilante sentimiento de repulsión y lástima... Piénsenlo. Los adolescentes están tomando conciencia del mundo y de sí mismos en este jodido momento. No han conocido otra cosa. A lo mejor a ellos les resulta normal no tener trabajo cuando lleguen a mi edad. Es muy loco esto, ¿verdad?. De momento les puedo asegurar que siguen abstrayéndose en la misma maraña de gilipolleces en la que yo me perdía a su edad.

 (Al público) ¿Alguien tiene un cigarro? (Baja al patio de butacas, donde suponemos que alguien del público se lo ofrecerá. Lo enciende y da las gracias. Habla mientras se dirige a la salida) Díganme. ¿Qué salida nos queda? (Sale en silencio, antes del aplauso.)

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